todos
asentían con la cabeza mientras una colega hablaba bonito.
-Hace falta más amor, un poco más
de humanidad; no es posible mirar al estudiante desde lejos, verlo pasar con
sus problemas a cuesta y quedarnos como si nada, sin consolarlos, hay que
sen-si-bi-li-zar-se. Ya que nosotros hemos pasado por tantos
problemas-proseguía la sensitiva maestra- entonces ¿por qué no ayudarlos a que
no pasen por lo mismo? Yo dejé que sonaran dos o tres violines antes de abrir
este orificio indecente que me caracteriza y dejar salir el sismo de esa mañana
que iba tan bonita. Habían reiterado sus comentarios unas tres docentes más y
yo, aunque esperé unos segundos para que hablara el único caballero de la sala,
éste permaneció con la cara gacha, como anotando algo en su libreta. No confío
en la gente así, que no habla, yo prefiero que digan lo que piensan. Pero era
fácil saber que el pobre no tendría voz comparable a las mieles de las
pedagogas. Por fin expuse mi inevitable desacuerdo, no sin antes pedir disculpas
de antemano por no ser tan maternal como pudiera parecer o como quizás debiera
(siguiendo el contexto). Todos miraron curiosos; luego, prepararon el
contraataque. Pedí, entre otras cosas, que al estudiante se le trate con
respeto, como si fuera un universitario, un futuro profesional, no un hijo; como
si la autonomía en sus decisiones, como si su responsabilidad, fueran sólidas;
así se hará grande, si lo tratamos como tal. Nadie vive por la experiencia del
otro; es mentira que alguien tenga autoridad para dar consejos, para consolar, mucho
menos para impedir que alguien tome decisiones erradas. Cada quien pasa por su
propia vida ¡Por favor! Como era de esperarse, fui la mala de esa mañana que
iba tan bonita.
Ese mismo día, una señora, en la cola del
supermercado, me confiesa que a veces habla sola. Yo, por consolarla y también
por confesarme, para estar a mano, le respondo que es mejor hablar solo que mal
acompañado. A veces se siente tan bien que a nadie le guste o le moleste, que
nadie opine sobre lo que dices; sobre todo si eres honesto, lo bastante transparente
como para sacudir el letargo de algunos. Una palabra bien dicha es la que sale
cuando hace falta hablar; si nadie la escucha es igual a decirla a quien está
ahí, mirando al techo. A veces llevan la pasión del odio al marido, camuflado
en atenciones ¿Quieres un té o quizás una limonada? ¿Te parece si compramos
pescado? Sé que te gusta el pescado, mi amor, sé que estarás complacido. No te
diste cuenta que llevo una blusa nueva. Amor, yo te odio y sé que tú también a
mí. Amor, yo te llamo así por costumbre, pero quisiera llamarte piedra. Piedra,
¿quieres agua? Piedra, yo soy más piedra que tú.
Hable, señora, hable sola si le
da la gana; diga lo que le dé la gana y que piensen lo que les dé la gana.
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