Quiero pintarme las uñas

                                            y hablar de zapatos, de tonterías. Abrir la nevera y encontrar jamón; comerme un pedazo sin remordimientos, no porque vaya a engordar, sino porque si se acaba no tendré para comprar mañana. No quiero cazar la comida, quiero hacer mercado, con una lista; ir tachando, en el mismo supermercado, lo que ya compré, como hacía antes; llevar la comida en bolsas transparentes sin que nadie me detenga para saber dónde encontré harina. Quiero ir al cine con mis chamos, o con un amigo y comer toda la cotufa que nos provoque. Caminar mientras disfruto una innecesaria pero rica barquilla y que no haya niños callejeros esperando a que se me caiga o acercándose a pedir, que no necesiten hacer eso. Que ese acto banal de comer dulces no deje sabor a pecado.

Yo quiero ser una caprichosa de vez en cuando, comprar tacones y no usarlos; quiero no pensar en precios, esperar que me regalen bombones en fin de semestre, sólo por sacarme una sonrisa. Quiero guardar mi dinero, que cualquiera pague mi cuenta y no le duela ni espere nada a cambio, porque no fue nada. Comprar ese vestido que me hace sentir bonita; las mujeres son así; yo era mujer.
Quiero hablar de tonterías; extraño esa vida simple pero tan bonita que hemos perdido. Quitarme del pecho esta nostalgia. Salir a la plaza cuando hay eclipse, sin miedo a que me roben; disfrutar el aire, este clima sabroso lleno de sol y luego el frío de una tarde en Caracas. Quiero viajar por mi país y que la plata me alcance; hablar de tonterías y no de esto.
Yo siempre pensé que era clase media, pero no; era rica, afortunada; y me aterra pensar que aún tenga demasiado y que, más adelante lo sepa de nuevo y añore, por ejemplo, hablar con alguien por teléfono o poder saber cómo es el mundo más allá de mis paredes. Por eso a veces parezco distante. Por eso conservo la sonrisa y los papelitos del cine o de algún chocolate; para que no se me olvide el sabor de lo que me gusta y no de lo que estoy obligada a no tener.